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    Ignacio de Loyola, o la lucha por la ejemplaridad.

    La historia es muy conocida. Ignacio Iñigo de Loyola un día, herido de muerte después de pelear una ardua batalla, decide que, para pasar el dolor de su pierna destruida, habría de leer. Comienza con libros de Caballería (cual Don Quijote) y termina leyendo la vida de los Santos Católicos.

    Como todos los grandes cambios en una persona, Ignacio cambia por los libros. O más bien, gracias a los libros. Un Soldado que apenas había sentido placer intelectual porque más bien amaba el aroma de la pólvora y del acero, entiende que el pensamiento es también, alimento para el ser humano.

    Loyola comprende que el afecto a las cosas no da alegría al alma. Lo convierte en esclavo. Como siglos antes lo vieran San Agustín o San Francisco, Ignacio se enamora de esa búsqueda. Así como en la Odisea, es un Ulises buscando a Ítaca, es decir, a su origen. Así, desafiado y amado, camina. Sí, camina. Encuentra peregrinos, va a Tierra Santa, conoce lo mismo nobles y pobres. A unos, explica lo que quiere encontrar. A otros, les ayuda a definir las preguntas.

    Ignacio, aún en la duda, decide que debe seguir hurgando en los libros. Estudia tarde, porque sabe que la Filosofía es también, un acto de encuentro con la voz que mueve al mundo. La gente se burla de él por inscribirse en una Universidad a una edad en la que nadie se atreve. Escucha. Lee. Piensa.

    No soy católico. Pero encuentro en Ignacio lecciones de vida increíbles. Como escritor y filósofo, Ignacio es una referencia compleja entre los pensadores que he leído. Al igual que Marco Aurelio, el emperador estoico de Roma, o de manera similar a San Agustín o inclusive, a Kant y a Nietzsche, Ignacio habla de las fronteras del ser humano en medio de la adversidad, buscando siempre actuar de manera ejemplar, a pesar de todo y, sobre todo, de sus mismos defectos.

    Ignacio es un hombre común que apenas sabía leer y escribir. No era un docto en escolástica o teología. Se hizo a sí mismo, de manera constante. Cada etapa de su vida, significó un reto que enfrentar. Un reto en el que fracasó terriblemente. Quiso casarse con una noble, y nadie le hizo caso. Quiso ser un soldado valeroso y astuto y a la primera batalla, fue herido para quedar inservible para una Guerra. Quiso ser el más santo de los santos, y a pesar de los sacrificios físicos, no logró una epifanía. Buscó y buscó y buscó, porque fracasó y fracasó, tantas veces.

    Pero al igual que Marco Aurelio, Ignacio aprendió la humildad de la diligencia. Entendió que la ambición de pasar a la historia (como líder, como político, como pensador, como santo, como guerrero), es absurda. Muchos de los grandes personajes de la historia que admiramos (nos guste o no), han sido producto de la casualidad. Nicolás Nassib Taleb lo explica en su libro “¿Existe la suerte? Las trampas del azar”, que el éxito es más improbable que el fracaso y que en realidad, lo que debemos estudiar, es al fracaso.

    De ahí la formulación del concepto “ejemplaridad”, que es un significado más que un adjetivo. Ser “ejemplar” se ha convertido en una manera de distinguir a quienes lograron algo de quienes no lo lograron. Lo cierto es que, en un sistema económico tan desigual, lograr el éxito económico es demasiado improbable (lo dice Taleb). Pero revisemos, ¿a quiénes admiramos en la historia? La respuesta es simple: admiramos a quienes lo logran a pesar de todo, a quienes fueron (dijera Churchill), de fracaso en fracaso, sin perder el entusiasmo.

    La ejemplaridad tiene que ver con seguir, a pesar de las adversidades. Como dice el filósofo Jesuita José María Rodriguez Olaizola: “Si algo es Ignacio es pensar en lo que puedes lograr a pesar de tus límites. Pero también, en encontrar tu lugar en el mundo. Una sana ambición es creativa y generadora. El mundo necesita que lo des todo, que llegues a tus límites y puedas superarlos, pero que sepas que todos los días, debes ser ejemplo de lo que eres o de lo que quieres ser”.

    La ejemplaridad es una vivencia. Nadie somos ejemplares. La humildad ignaciana tiene que entenderse de esa manera. Ignacio la entendió como el acto de ayudar a los demás, sin esperar nada a cambio. Y de eso, finalmente, se trata la vida. El Fausto de Goethe, después de vivir tantas cosas y perderse en el amor a Margarita y ser engañado por el demonio Mefistófeles, se convierte en un Ignacio, en un hombre simple que entiende que de lo que se trata no es del heroísmo, ni de la riqueza, ni de la intelectualidad, ni del amor romántico. La vida se trata de tomar las riendas de nuestra época y cambiar las reglas. Pero, sobre todo, que ese cambio sea para ayudar a los otros, a los más desvalidos.

    Este 2023 que esa sea nuestra lección, hazaña y, sobre todo, diligencia: ayudar a más personas y entender que todo privilegio es una oportunidad de mejorar al mundo. Ignacio lo hizo toda su vida. Nosotros, podemos hacerlo. ¿Queremos un cambio en el mundo? Seamos ese cambio. Hagamos lo que exigimos. Porque, si no somos nosotros, ¿quién? Y si no es ahora, ¿cuándo?

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