Hay fechas que recordamos sin saber por qué y plazos que se cumplen aún sin esperarlos. Por ejemplo, el 2 diciembre del 2000, es la fecha en la que The Smashing Pumpkins cayó en el silencio aterrador de los escenarios vacíos. El día en el que la banda, cuyas canciones habían resonado en la soledad compartida de toda una generación, decidió alejarse no de nosotros, más bien de ellos mismos. Por aquel entonces, me encontraba en una vergonzosa minoría de edad que me impedía conocer bien a la banda, mucho menos imaginar asistir al concierto. Sin embargo, recuerdo la fecha por los tantísimos y casi agobiantes reportajes, las entrevistas, la enorme fila de personas horas previas del recital, las temperaturas congelantes, los disfraces, los precios exorbitantes (a pesar de que el precio original era de modestísimos $35, pero la reventa no perdona), la angustia de los que no tenían boleto, y la inútil nostalgia de todos aquellos que no entendíamos el por qué de las cosas. La realidad es que nadie tenía que entenderlas.

Al poco tiempo, una televisora local transmitió imágenes del concierto. Era pésima la calidad y mi televisor de 13 pulgadas con antena de aire no ayudaba mucho. Aún así, los Smashing lucían invencibles con aquella seguridad de quien no tiene nada más que perder o demostrar. La energía aquella noche dentro y fuera del Metro Cabaret (ahora solamente Metro) era impresionante. Un teatro atiborrado con un escenario ahogado en canciones (37 para ser exactos), y 1,100 personas totalmente entregadas. Era como si los presentes cantaran en honor de todos aquellos que no estaban ni estarían ahí, en ese momento. Como si celebraran no solamente aquellos Metros que habían sido desde el primero de los Pumpkins en 1988, sino también todos aquellos que no serían. El plazo se había cumplido, el tiempo se había terminado y si era el final, debía ser el mejor; y así fue…

…Hasta el día en que decidieron regresar. Era el 26 de marzo del 2016, y ya cuando el día amenazaba con esconderse en el olvido, apareció James Iha casi como un fantasma y se paró en el escenario donde tocaba Corgan en Los Ángeles. Tocaron Mayonaise y de inmediato el tiempo parece haber retrocedido. Comenzó la nostalgia, regresaron las canciones, los escenarios, las gargantas secas y como siempre las fatalidades habituales.

Lo trágico de las reencarnaciones es que nunca son como se planean. Hay tantas emociones guardadas, negadas y hasta reprimidas que estropean el razonamiento necesario para regresar del silencio absoluto y poder pelear con el mito que ellos mismos forjaron y que quizá nunca podrán, ni deberían, volver a ser. La gira de los Smashing, por ejemplo, comenzó con un eco que opacó inclusive el de sus canciones. La ausencia de D’arcy ha pesado tanto como su separación inicial. Después de una serie de mensajes entre ella y Billy, que la misma bajista compartió en una entrevista, la posibilidad de una verdadera reunión de los miembros originales parece bastante remota.

Que si Billy le mintió, que no fue invitada, o tomada en cuenta, que no le querían pagar debidamente, al final es lo mismo. Es cierto, los Smashing han regresado y verlos sobre el escenario sin D’arcy se siente como un sacrilegio, pero un sacrilegio delicioso. No podemos cerrar los ojos. La nostalgia simplemente nos derrota. Esto a pesar de que su disco más reciente, Shiny and Oh So Bright, Vol. 1 / LP: No Past. No Future. No Sun, ha coleccionado una serie de críticas tanto favorables como tristes. Reacciones bipolares que son totalmente entendibles tomando en cuenta que el estilo episódico y anecdótico de este disco es muy distinto a la unión simbólica y armónica que tanto había caracterizado Gish, Siamese Dream, Mellon Collie and the Infinite Sadness, Machina y Machina II.

La gira hasta el momento ha sido un éxito total. Logrando llenos totales en estadios donde nadie pensó que volverían a tocar. En Chicago no han vuelto al Metro, supongo que hay intimidades que es mejor guardar para mejores momentos. Sus conciertos masivos por otro lado han sido soberbios. Ese sonido agridulce de noches aguardientes no ha cambiado en lo absoluto. Las guitarras de Billy y James se deslizan como sueños de madrugada entre los latidos precisos de Jimmy. Si bien es cierto que aquellos vertiginosos años de creatividad ciega ya son parte del ethos rocanrolero. También es cierto que sobre el escenario, aún sin D’arcy, los Smashing siguen siendo, a pesar de ellos mismos, el reflejo de aquella voz que no le temía ni a la vida ni a la muerte, ni a sonar bien o a sonar mal, por qué simplemente no le temía a sentir. Por eso mismo nunca nadie ha dejado de cantar, por que a pesar de que su historia ha sido bastante turbulenta, las grandes canciones no merecen terminar… ni aunque fuese en el mejor final.

Por: Víctor Garcés

Fotografías y texto

Garcestintan@elzilencio.org

Garcestintan@gmail.com

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