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    Para Artemisa.

    Framboyanes cual nubes encendidas que decoran las tierras purépechas, jacarandas cuyo desprendimiento alfombran las calles de la Ciudad de México, nenúfares que  coquetas nadan en estanques de Cuautla,  amapas jubilosas que crecen y regalan sombra en el caluroso Culiacán, girasoles silvestres que embonados con espigas  flanquean la carretera panamericana, buganvilias por doquier, y palmeras borrachas de sol en el paradisiaco Mazatlán. Dios se divirtió desarrollando este jardín botánico inmenso que es el planeta tierra y el hombre con sus manos destructoras, no ha sabido cuidar el tesoro confiado por el Creador, pero esto no es una alocución panfletaria ecológica.

    Belleza existe en la exuberante vegetación antes nombrada, pero ni la Elegante Lady Hamilton (La rosa inglesa por excelencia); ni la nívea exquisitez de la Orquídea Paloma, se pueden comparar con la  hermosura de una madre cargando a su hijo, o acurrucándolo en su regazo; o en ese dulce cruce de miradas en donde a través de los ojos se dice todo, todo, todo, sin decir nada, o esa comunicación silente del abrazo tierno y el beso curador de todas y cada una de nuestras dolencias. Creo, como creyó San Josemaría Escrivá “que la maternidad embellece” y su belleza es sempiterna.  ¡Bendigamos a coro a Dios, porque Él nos ha bendecido con una Madre!

    El poeta y novelista gaditano José María Pemán, dedicó a su progenitora este versito que a mí me encanta y aquí lo comparto: “A una madre se le quiere/ siempre con igual cariño / y a cualquier edad se es niño/ cuando una madre se muere.”

    ¿Han leído Ulises Criollo? En el introito de biografía de José Vasconcelos, encontramos la oda materna más bella de la literatura hispana: “Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo de regazo materno. Sentíame prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina.  La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos…”

    Me sigo preguntando ¿Qué sería de mí sin una mamá como la mía? Quisiera entonces entregarle un ramillete de gratitud y perlas de esperanza, como recompensa de sus sacrificios, de su entrega, de su paciencia y de sus caricias que bien me saben, que bien me reconfortan ante la tristeza amarga –cuando la he sufrido-  y me levantan de los tropiezos.  ¡Bendigamos a coro a Dios, porque Él nos ha bendecido con una Madre!

    Felices y fecundos aquellos pueblos que cantan a la maternidad, ¡Pobres de aquellos pueblos que no tienen madre!

    Qué sea mayo, mes de las madres,  un mes que se prolongue por toda la vida, para que así en una serenata perpetua de voces acopladas, podamos cantarle  a aquella que es la primera palabra pronunciada, la primera voz reconocida, el primer rostro grabado, el ser que nos da la vida.

    Y vuelvo a repetir sin empacho alguno: ¡Bendigamos a coro a Dios, porque Él nos ha bendecido con una Madre! ¡Qué Dios bendiga a Artemisa –mi madre- por quien la llama de mi amor  no brilla menos que las estrellas!

    ::::::::

    Twitter: @luisrobertogm

    Instagram: @leerporlaveredatropical

    *El autor es abogado y escritor, intelectual pop y filósofo urbano y ya sin tanta crema a los tacos es un mazatleco orgulloso de su terruño.

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